(Variaciones sobre un tema de Rilke)
Así como “lo bello no es nada más que el primer grado de lo terrible”, el Ángel, figura insoslayable, es lo más escalofriante de la creencia del ser humano y el principio de la más sublime expresión de fe. Fe en lo que realmente amamos, fe en lo que hemos de seguir y alcanzar en el andar lejano de la vida ininterrumpible. Y digo insoslayable porque es, está presente “…mi grito con que llamo”.
Los Ángeles vuelan como pájaros pero su libertad es plena, aún más plena que los propios pájaros citados. Quiero decir, porque no tienen límite alguno; no conocen ninguno.
El Ángel habita el alma de los amantes, de los que odian, de los que ofenden… de los mortales. Son “voces, voces” que escucha el corazón y nos levantan del suelo. A través de ellos suspiramos y tocamos el cielo en nuestros sueños. Son así, “el significado del humano porvenir.”
Porvenir incluso terrible, incluso abatido, incluso como espejo de éste mismo hado, devenir lejano. Así, en el Ángel que imaginamos vemos nuestro propio reflejo. Vemos como cambia el humor de nuestras vidas, la sangre en “el amor y el adiós”.
El Ángel entonces, es nacido de “una concha retorcida”; conciencia retorcida de cada vida y ante esa imagen que inventamos se despliega silencio y habla; al pensar en Ángel siempre hay “algo que mirar” y es porque reflejamos nuestro propio estar y se hace libertad. Ángel amante entre los amantes, desierto y cubierto; descubierto y ante nosotros. Los Ángeles estarán siempre vivos mientras que nosotros estamos “infinitamente muertos”.